Para surcar mi cuerpo
sobre iluminadas autopistas,
despójate de medidas de seguridad
y avanza
cuan largo eres
sobre mí.
En la piel de este territorio
no hay más límite de velocidad
que la destreza de aferrar el volante
sobre las curvas más densas del camino.
Con los faros abiertos y encendidos
habrás de recorrerme como una ciudad extendida
de barrios ensimismados; descubrir tras puertas y ventanas
el perfume de jardines ocultos.
Lo mismo te asaltará el aroma
de las huelenoche
que las plantas carnívoras te arrastrarán
hasta que aúlles suplicante.
A vos, amo de los carburadores reliucientes,
yo te enseñaré a desear el agreste terreno de los cauces
y el abismo donde despeñar
todos tus artificiosos instrumentos de navegación.
En el placer de infinitas revoluciones por minuto,
de nada te servirán los frenos; los engranajes.
Es mejor que te rindas de antemano
cuando cruces hipnótico las avenidas anchas y quietas
donde vagan sueltas las fieras salvajes de mi ciudad encendida.
Descalzo y desnudo ambularás
los rascacielos de papel y las sombras solitarias
que se esconden bajo los puentes de mi espalda.
Vagarás indefenso por las esquinas ignotas
de mis rodillas.
Creo que te advertí que en mi ciudad no hay candados
y los zoológicos se abren de par en par al atardecer.
Un cuerpo de mujer es también un acertijo siniestro
donde puedes estallar.
Podrías sucumbir antes de ascender la última colina
y caer de bruces en el ombligo.
Las posibilidades son innumerables.
Sin embargo enuncio mi promesa:
Si te treves autonauta
sobre mis iluminadas autopistas,
aun cuando me lo implores
no temas, no te lo concederé.
Hombre. Hombrecito mío.
Te doy mi palabra.
No te mataré.
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