Se fueron juntos, como los grandes amigos que siempre fueron, como sólo sabían andar ellos: juntos. Crecieron, al tiempo se casaron y las familias unidas para demostrar que los parentescos de sangre importan muy poco en materia de cariño y solidaridad.
Platicaban sus intimidades entre hombres, historias que se llevaron, confidencias de las cuales no volveremos a tener noticias.
En el recuento de los hombres de mi vida, ellos se llevan el primer lugar. Tan adulta como nací, pronto me inmiscuí en sus pláticas, me acerqué a sus pensamientos, a la naturaleza masculina.
Fui la favorita de mi abuelo, la de todos los caprichos cumplidos. “Si lo malo no es la enfermedad, sino las mañas que le quedan”. Una de sus mayores virtudes: no se equivocaba. De niña solía chantajear a mi mamá con la idea de que un regaño subido de tono lo sabría ese hombre, una autoridad sobre las dos. Se me olvidó que ella era su hija en todos los sentidos, incluidos el mismo carácter. Ambos tan Maldonado. La amenaza nunca le importó.
Jamás se perdonó a sí mismo tener una hija más dominante que el otro hombre de la casa. Ese no era el rol, no lo entendía.
Cuando me convertí en aguerrida (necia) defensora de mis ideas sin aterrizar, peleábamos a menudo, “en alguien tiene que caber la cordura”, me advertía mi madre, pero yo tenía esas constantes ganas de debatir y confrontar de la adolescencia (no estoy segura de haberlas perdido ya).
Murió cuando ya no era mi abuelo, cuando ya no era mi compañero de vagancia y caminatas; cuando ya no paseábamos por las antigüedades, cuando comprarlas ya no era nuestro lujo de fin de semana, cuando ya no tenía ganas ni de debatirme.
Mi otro abuelo llegó con la adolescencia, se estrechó una relación antigua y duradera, ahí estaba Sergio para debatir ideas conmigo, para platicarme de las acciones gubernamentales, para reírnos los tres, para disfrutar de las comidas juntos; para las anécdotas de los ojos asediados por más de una joven y que ninguno de sus hijos heredó.
Cuando ambos estaban bien, recuerdo las charlas nostálgicas sobre la juventud. Cantar boleros y a Sinatra. Escuché sobre sus novias, sobre su concepción de las mujeres. Les salió mal y me convertí en eso que el rol impide.
Mi abuela no quería decirle a su marido de la muerte de su compadre, de su mejor amigo, pero ya lo sabía: “Mi compadre, ¿verdad? Ay, compadre, mira lo que le dejaste a tu hija. ¿Rezamos?”, no hubo necesidad de contestarle.
Un mes después, luego de una operación del corazón, se fue. El último recuerdo es su mano tibia en el hospital. “Nos vemos mañana”, le dije. No cabían las despedidas.
Todos los días me encuentro en ellos, en una canción, en la protección, en las concepciones del mundo que no puedo evitar repetir, en sus objetos. En la fortaleza que nos heredaron cada vez más diferente de las femeninas Morales, por fortuna.
Algo les salió mal, porque sus mujeres somos más parecidas a ustedes de lo que hubieran querido, porque, no hay necesidad de negarlo, ustedes solían estar del lado de los maridos.
Una vez me dijeron que tengo muchos muertos a mi alrededor, no se equivocaban. También dijeron que esos muertos me cuidaban. Ojalá.
Un bolero, tu tequila favorito, tu reloj exacto, el legado de la fortaleza y convertirme en eso de lo que se siempre se sintieron orgullosos en sus congéneres.
De uno recuerdo el tacto, la mirada, la sonrisa; de otro la voz, las frases y su olor. No niego que mis hombres posteriores deban parecerse en algo a ustedes.
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