Si desea usted leer un tratado sobre la ética periodística, se equivocó de página. Búsquese al autor de su preferencia sobre los dilemas filosóficos del informador. He aquí un simple reporte desnutrido de puro terreno empírico.
Desde que conozco las entrevistas, son mi género favorito, quizá porque nací preguntona y chismosa, las entrevistas alimentan mi curiosidad. Entrevistar, sobre todo en las llamadas entrevistas de semblanza, cuando se pregunta a los personajes sobre su vida, para mí es un ejercicio de intimar con ese al que tanto admiro y al cual no podría acceder sin la mediación del ídem.
Pero claro, preguntar a un extraño temas espinosos es lo usual en periodismo; sin embargo, qué sucede cuando interrogas a un amigo. “Yo no soy quién para guardar secretos”, decíamos en una charla poltikera de pasillo, “un secreto deja de serlo en el momento que lo cuentas”, respondió otra, pero ¿qué sucede con lo que nuestro amigo cuenta en la intimidad?
¿Cuál es el umbral de la confianza cuando se sabe que hay un asunto nodal para delinear a un personaje cuando ese tema resulta doloroso para quien comparte con nosotros parte de su vida? ¿Hasta dónde es válido utilizar la información que conocemos de sobra para cumplir con la labor periodística? ¿Deberíamos sólo utilizar características favorables? Y, entonces, ¿qué sucede con los defectos que nos delinean como humanos?
Las biografías oficiales nadie las quiere leer; pero, ¿tenemos el derecho de crear una versión más real y completa con la información obtenida de aquella metodología que Alberto Dallal llama “indirecta”? De ser así, los periodistas dejaríamos de tener amigos porque “secretos inconfesables” todos tenemos de sobra.
Entrevistar a un amigo es tan peligroso como decirle una verdad amarga. Una forma inadecuada puede fragmentar la relación con su gran colega de vida. El deber, ¿para quién?; el compromiso, ¿con quién primero?
Son, como diría Fray Bartolomé, preguntas
Desde que conozco las entrevistas, son mi género favorito, quizá porque nací preguntona y chismosa, las entrevistas alimentan mi curiosidad. Entrevistar, sobre todo en las llamadas entrevistas de semblanza, cuando se pregunta a los personajes sobre su vida, para mí es un ejercicio de intimar con ese al que tanto admiro y al cual no podría acceder sin la mediación del ídem.
Pero claro, preguntar a un extraño temas espinosos es lo usual en periodismo; sin embargo, qué sucede cuando interrogas a un amigo. “Yo no soy quién para guardar secretos”, decíamos en una charla poltikera de pasillo, “un secreto deja de serlo en el momento que lo cuentas”, respondió otra, pero ¿qué sucede con lo que nuestro amigo cuenta en la intimidad?
¿Cuál es el umbral de la confianza cuando se sabe que hay un asunto nodal para delinear a un personaje cuando ese tema resulta doloroso para quien comparte con nosotros parte de su vida? ¿Hasta dónde es válido utilizar la información que conocemos de sobra para cumplir con la labor periodística? ¿Deberíamos sólo utilizar características favorables? Y, entonces, ¿qué sucede con los defectos que nos delinean como humanos?
Las biografías oficiales nadie las quiere leer; pero, ¿tenemos el derecho de crear una versión más real y completa con la información obtenida de aquella metodología que Alberto Dallal llama “indirecta”? De ser así, los periodistas dejaríamos de tener amigos porque “secretos inconfesables” todos tenemos de sobra.
Entrevistar a un amigo es tan peligroso como decirle una verdad amarga. Una forma inadecuada puede fragmentar la relación con su gran colega de vida. El deber, ¿para quién?; el compromiso, ¿con quién primero?
Son, como diría Fray Bartolomé, preguntas
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