jueves, 21 de noviembre de 2019

El método Julio Cohen

Por decencia digital, no es mi estilo quemar a la gente. Me parece que al que obra mal se le pudre el tamal, que el Karma los alcanza, etcétera, y en general no creo que merezcan tener la huella de por vida en Google, pero haré una excepción porque cualquiera de ustedes podría estar tan desesperado como una vez estuve con mi perrita y aceptar el servicio de cualquier entrenador de perros.

Entonces, como dicta el manual de supervivencia del conectado, antes de aceptar cualquier servicio de Julio Cohen o de quien sea, por favor NO DEJEN DE GOOGLEARLO. 

Acompáñenme a ver esta triste historia... 

Hace algunos meses, me recomendaron a Julio Cohen para entrenar a mi perrita. Yo estaba realmente desesperada porque adopté una perrita con serios problemas de adaptación y comportamiento (ahora sé que propios de ser bebé y pasar de la calle y luchar por su comida, a ser amada por su belleza sin esfuerzo. En fin). 

Le llamé y muy elocuente me explicó que mi perrita necesitaba un entrenamiento básico de obediencia para sentirse útil en nuestra manada y entender lo que necesitábamos de ella. Una explicación muy razonable. Me ofreció un paquete de 8 clases por 5 mil pesos por adelantado o 7 mil pesos si le pagaba con tarjeta a tres meses sin intereses. Acepté el paquete de 5 mil pesos porque me pareció un buen ahorro. 

Le dio la primera clase a mi perrita: me convenció de ser un buen entrenador y me dio buenos tips. Además, ciertamente la perrita estaba feliz de saber qué se buscaba de ella. Estaba convencida de haber hecho lo correcto. Ese mismo día, me ofreció un segundo paquete de otras 8 clases por 2 mil 500 pesos más. Le dije que lo pensaría y tomaría una decisión según el avance de los alumn@s (la perrita y nosotr@s, su familia). 

Dos días después me buscó desesperadamente porque necesitaba dinero y me ofreció el mismo ofertón de 8 clases más, pero por mil 500 pesos si le depositaba en ese momento. Realmente me pareció una buena oportunidad y acepté. 

Seguimos con el entrenamiento de mi perrita pero empecé a notar comportamientos irresponsables: por ejemplo, después de dejarme plantada para la clase, me enviaba un mensaje, varias horas después, diciendo que se había sentido mal y no iría al entrenamiento (obviamente). 

La semana siguiente me comentó que estaba enfermo y el doctor le indicó reposo, pero que ya tenía un collar para seguir entrenando a mi perrita y que si se lo podía pagar en depósito (otros 270 pesos más, de todo esto, tengo los tickets de depósito y las conversaciones en WhatsApp). Me aseguró que nos veríamos la siguiente semana.

La siguiente semana le llamé para confirmar y dejó de contestar el teléfono. Le marqué de otro teléfono; contestaba sin hablar. Probé de un tercer número y contestó; le pedí que tuviera respeto por el tiempo de todos, y tuviera la decencia de avisar si iría o no a la clase porque para cuando contestó (ya me había dejado plantada, una vez más). Se hizo el ofendido y dijo que sí entrenaría a mi perrita la siguiente semana. 

El plazo llegó, me escribió por WhatsApp que dejaría de entrenar a mi perrita y que me reembolsaría todas las clases que no le dio (y el collar, que tampoco me entregó). Pero de eso hace más de tres meses. Y ahora simplemente dejó de contestarme el teléfono y WhatsApp.

Julio no es mal entrenador. Tampoco tenía reputación en Internet (buena o mala). Incluso parece que es entrenador de perros de guardia, según vi en su perfil público de Facebook. No tengo elementos para saber si es un patrón de comportamiento o pasa por un mal momento, pero esta es mi historia y simplemente ha desaparecido sin regresarme el dinero de las clases que no le dio a mi perrita.  

He pensado mucho antes de publicar esto, porque, además de todo, sabe dónde vivo y conoce mi rutina, lo cual me pone muy vulnerable ante una represalia. Pero esto es más bien una advertencia para sus futuros clientes: si deciden contratarlo, por favor BAJO NINGUNA CIRCUNSTANCIA LE PAGUEN POR ADELANTADO.


viernes, 1 de septiembre de 2017

Sobre compartir la mesa

Quizá el placer primitivo que más se le parezca a comer es el sexual. La satisfacción de ambas necesidades puede ser muy disfrutable si se encuentra un compañero a la medida.
En la mesa estamos más desnudos que en la cama: el lugar que elegimos, la conversación, el platillo, habla más de nuestra historia que cualquier testimonio.


Las mejores experiencias se cuentan con el amor, los amigos, los maestros e incluso con los enemigos. Se pueden convertir en una aburrición infinita si la compañía es la indiferencia o la evasión de la soledad.


Un encuentro casual puede ser una extraordinaria sorpresa o un descalabro.


Dichosos aquellos que encuentren a un compañero generoso dispuesto a compartir el placer propio, y por placer, quiero decir, platillo.


Sépalo: encontrar a quien comparta nuestro estilo es un hallazgo que vale la pena cultivar y conservar.

Pasar algunas mesas en soledad es un ejercicio saludable de autoexploración y autoconocimiento. Igual que la masturbación.
lunes, 29 de agosto de 2016

La orfandad de la educación emocional

¿Con qué se corta las venas la chaviza? Lo pregunto con genuina ignorancia, porque supongo que  también les da mal de amores y encuentran a su patán(a) en la vida... 🤔


En mi familia había un ritual: cuando a una de mis primas le rompían el corazón, mis papás (que eran los más grandes y únicos casados de esa generación y, por tanto, los que poseían una casa en la que hacer desfiguros estaba permitido) les brindaban una fiesta generosa en pozole y tequila con canciones de Juan Gabriel, Lucha Villa y Paquita la del barrio para exorcizar al sujeto en cuestión. No lo volvíamos a ver.


Yo siempre he dicho que aprendimos a perder la dignidad con Álvaro Carrillo, a recuperar el orgullo con Lucha Villa y a quedarnos roncos con Juan Gabriel y Rocío Dúrcal.


Fue educativo en varios sentidos. Pedíamos por favor de la manera más atenta que nos dejaran en paz. Aprendimos que era mejor no discutir porque después de la primera discusión hay muchas más; a jurar por nuestra madre que nadie nos hundiría... También comprendíamos muy tarde cuando no debíamos amar y si los años se acumulaban, ya pensábamos no haber nacido para nadie más y haber sido un loco soñador nomás.


Hoy, varios años, matrimonios, hijos y divorcios después, estamos convencidos de que la costumbre es más fuerte que el amor y que el tiempo es un cruel amigo.


Ah, sí, mis papás todavía son aclamados por esas "reuniones".


El fin de semana escuché una letra de reggaetón que hablaba de "dar duro con el prepucio", y sonreí pensando que ante una letra tan explícita una invitación sugerente como "¿vienes o voy?" parece demasiado mustia.


Ahora bien. La sensibilidad a la música es tan personal que resulta incuestionable por qué las canciones de Juan Gabriel son tan llegadoras para nosotros o por qué el reggaetón se te mete por los intestinos, como dice Calle 13.


Para los millennials estuvieron los Back Street Boys, Britney Spears, Blink 182, Green Day, Simple Plan, las bandas Indie, Metallica... pero siempre guardamos un rincón de nuestro corazón para respirar por la herida con Juan Gabriel, Vicente y Alejandro Fernández (no lo nieguen).


Por esa razón, me intriga a quién recurre la generación Z en esos momentos de catarsis emocional: ¿la Arrolladora Banda Limón?, ¿Adele?, ¿Sam Smith?, ¿Camila? No me digan que además de sobrellevar la crisis social, de las instituciones, de la educación como la conocemos y la económica, les tocó la orfandad emocional de no tener con qué llorar un adiós.

viernes, 4 de marzo de 2016

De la pareja primigenia o el patrimonio


No sabía cómo llamarlos hasta que Philip Roth me lo mostró: patrimonio.

Son todo lo que tengo y los cimientos de lo que soy. Nos construimos solos, juntos, y hoy somos suficientes.

La sala de espera de un hospital me mostró la vida: no hay más familia que nosotros tres, y para cuando ellos no estén, me tocará mostrar de lo que me hicieron.



No les escribo mensajes de amor en las redes sociales ni ostento que son los mejores, pero los que nos conocen saben que reímos hasta privarnos, que hablamos con honestidad, que lloramos y nos damos fortaleza, que nos decimos verdades incómodas y las decimos a los demás sin anestesia.


Tuve suerte: son abiertos, comprensivos, generosos, divertidos, inteligentes y carismáticos. También aprensivos, celosos de su deber, y de carácter explosivo. Un caldo de cultivo para la naturaleza del hijo único. Son el mejor remedio para el mal humor y mi aterrizaje forzoso.

También son los mejores cocineros y me han enseñado a disfrutar los placeres de la vida (propios e impúdicos).
No sé si se conjugó una creencia, superstición u obra de la casualidad para que me tocaran a mí, pero no hubiera pedido mejor opción.

La doctora y el arqui; Edith y Gus; los Torres. La (mi) pareja primigenia.
sábado, 28 de noviembre de 2015

Los ojos de los hombres

Miro los ojos de los hombres
es un instinto
busco naturalezas. 

Me atraen las miradas 
que obligan a la verdad.
Disfruto los ojos 
que revelan un vendaval.

Acompaño los ojos tristes
el anuncio del llanto
me resulta una invitación. 

Intercambio secretos
río a carcajadas 
descubro mentiras 
hallo franqueza 
en un encuentro de ojos.
domingo, 22 de febrero de 2015

Escribir es renunciar

Dejé de escribir. Y si tiene un poco más de curiosidad, lo notará en las fechas de los post anteriores. Es decir, escribo, y mucho. Me gano la vida despintando las letras del teclado de mi computadora de oficina; escribo hasta que me duelen las muñecas porque imprimo una fuerza que seguramente debió usarse para las máquinas de escribir mecánicas. Escribo todo el día en distintas formas y, no se crea, escribo sobre temas que disfruto.


Digamos que dejé de escribir de manera sensible, porque leí a Elena Garro, a Marguerite Yourcenar y a Josefina Vicens, y me di cuenta que es una madera distinta a la mía, por lo menos en este momento y a esta edad. Escritoras que escriban “bonito”, sí, hay, pero escritoras que no tengan la necesidad de ostentar su género en el trabajo, que hablen de materia humana que no sea exclusivamente femenina, pocas.


Ahora bien, prácticamente abandoné mi taller literario (y lo extraño; iría sólo por leer y hablar de literatura), pero descubrí que ser escritor no es sólamente sentarse a vertir los pensamientos. Hay mucho más allá. Ser escritor es disciplina, es trabajar todos los días en un proyecto, encaminar los esfuerzos a construir una publicación. Escribir es renunciar.


Es renunciar a la realidad por trabajar en el proyecto actual, es renunciar a la vanidad del verbo: corregir, corregir, y corregir, tachar y perder fragmentos que nos parecían virtuosos pero no aportan nada a un texto que puede tener vida sin ellos. Tallerear y tener la piel dura a las incongruencias, a lo inverosímil, entender que ese texto que tus amigos encuentran prodigioso todavía no está listo, que no importa invertir toda la noche, tal vez esté destinado a ser rescatado sólo por palabras, por fragmentos, por título o  a morir en la basura.


Escribir es renunciar al tiempo, porque cada palabra te cuesta la sensibilidad aprendida de varios autores antes (lo siento, amiguitos, no hay escritura de calidad sin lectura); tomar en serio la vida del escritor es renunciar a las quincenas fijas, porque el trabajo no quita tiempo, pero sí voluntad (dice el @NEB); hay que escribir varias horas seguidas al día, obligándose a que la inspiración llegue en el trabajo.


Escribir es renunciar a tu propia historia, porque no necesariamente la forma en que conociste a tu novi@ constituye un relato conmovedor, ni esa atracción que no terminó en nada es digna de contarse. Escribir es renunciar a la comodidad y hurgar en la podredumbre de los sentimientos humanos; que conozcas las razones del personaje pusilánime sobre el que trabajas, tener empatía con él.


Ser escritor reclama la dedicación de una vida, con la inestabilidad que pueda traer (por eso se necesita la disciplina, porque también hay que trabajar) Eusebio Ruvalcaba dice que sólo puedes llamarte escritor si continúas con la actividad a los 50 años, si no tuviste la flaqueza de invertir tu tiempo en otra actividad para pagar la renta y las colegiaturas.

Escribir es renunciar a otro proyecto de vida.
miércoles, 18 de febrero de 2015

24 años de lucidez

Me obsesiona la vejez. Por muchas razones, el misterio de si la alcanzaré, la curiosidad de saber el tipo de facturas que me cobrará este cuerpo (seguro el exceso de carne), cómo viviré la de mis papás. La idea de mi vejez me pone en contacto con la orfandad, y quizás es la razón por la que me obsesiona.


Trato de leer todo lo que puedo sobre su llegada porque no estoy segura de soportarlo cuando ocurra. No le daría a mis papás ninguno de los libros de Philip Roth sobre el tema, ni Diario de invierno de Auster, que reviso ahora.


He pensado que tal vez estuve demasiado cerca de los ancianos mientras crecía. Viví en un edificio de la Roma habitado por ancianos, cuando era una colonia de familias y no de nómadas. Recuerdo particularmente a tres inquilinos.


Los señores Barragán: el señor tenía las orejas más grandes que haya visto (este recuerdo está trastocado por las dimensiones propias de la infancia). Era un hombre sumamente agradable que a la pregunta “¿cómo está?”, invariablemente respondía “algunas veces mal y otras peor”. También está en mi mente que cuando le cuestionabas sobre algún dolor, decía: “es buen síntoma que duela, porque significa que todavía está ahí”. Su esposa estaba enferma del corazón de una gravedad en que no podía ni bajar las escaleras del departamento; sin embargo, él murió primero.


Los señores Ochoa: un matrimonio con diferencia de edades; ella vivía entregada a él, de quien sólo tengo el vago recuerdo de una silla de ruedas. Ella practicaba una religión sin maquillaje y faldas largas, pero cuando murió “el señor Ochoa”, como todos nos referíamos a su marido, se convirtió en una mujer de párpados azules y labios rojos, incluso la acompañaba un perfume que picaba por todo el pasillo del edificio varios minutos después de desplazarse.


El “señor Raúl y su mamá”: un hombre divorciado que regresó al seno materno. No recuerdo sus apellidos, ni el nombre de pila de la madre, sólo que hablaba entrecortado, muy bajito, casi inentendible, y que nos regalaba botellas de refresco de dos litros con agua bendita. No salía de su departamento sin su inseparable bolsa plástica tejida con alguna planta. Caminaba balanceándose como campana. 


Por otra parte, está mi abuelo y sus amigos, una extensión de la familia. Ya he escrito de ellos. Pero Sergio tenía madre y la conocí: Veve. Decía que el tiempo hace caricaturas y todavía no he conocido a quien se salve del vaticinio. Ella misma, ya era una mujer sencilla, tras la soberbia de su juventud y belleza. Veve premiaba la franqueza y a mí me divertía cuando esa honestidad era imprudente. Con Veve enterramos la congruencia.


Vi la película Still Alice con Julianne Moore, a mi abuela también le dio alzheimer a los 50 años y me he planteado la necesidad de hacerme algún tipo de examen genético, por si sólo me quedaran 24 años de lucidez. Si escribiera una novela algún día, 24 años de lucidez sería un gran título.
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